Tiempos hubo en que el buen decir fue una norma en quienes laboraban en la televisión dominicana. De la legión de buenos hablantes que hizo carrera en los predios de La Voz Dominicana -que es, sin dudas, el referente obligado- unos más, otros menos, todos buscaban en el buen uso de la palabra el medio idóneo para comunicar al usuario en blanco y negro de la entonces "caja chica" criolla, lo que sus roles estaban llamados a cumplir en aquel entorno de profesionalismo que no ha conocido igual en los tiempos posteriores a la dictadura.
Casi todos los integrantes de aquel grupo, abiertos los cerrojos de aquella época de oprobio, fecunda empero en la forja de estos bienhablantes -escuela por cierto en la que se formó José Francisco Peña Gómez- se sobrepusieron a la época y se instalaron en los tiempos nuevos de libertad con la simpatía abierta de una población que los admiraba. Eramos muy jóvenes aún, imberbes absolutos, pero sus ejercicios parlatorios quedaron grabados en la memoria, por siempre. Los nombres son muchos: Bruno Pimentel, Jaime López Brache, Luis Acosta Tejeda, Francisco Grullón Cordero, María Cristina Camilo, Homero León Díaz, Osvaldo Cepeda y Cepeda, entre otros más. Hasta Pildorín, Radhamés Sepúlveda por nombre, destinado a la chanza y al gracejo, se expresaba con absoluta corrección. Pero, entre todos, constituía clase aparte Ramón Rivera Batista, el verbo hecho persona, encarnado en la voz lúcida y precisa de un glorificador de la palabra hablada.
Rivera Batista, a quien nunca conocí personalmente, era una escuela. Aunque estemos convencidos de que hay algo de don, de virtud, en el buen uso de la palabra, como lo es también de la escritura, la formación y el ejercicio contribuyen de modo fundamental a elevar y sostener ese talento. Rivera Batista sabía buscar la palabra precisa, y la encontraba con tenaz desenvoltura, porque indudablemente era lector y tenía por tanto la habilidad de pasar páginas a la izquierda. En aquella pléyade de constructores de la palabra hablada, Rivera Batista sobresalía, y se instalaba como el supremo. Era una fiesta escucharlo, y aún los que de estas cosas no son duchos quedaban arrobados por aquel verbo tronante que irrumpía en los monitores de la televisión con gracia desbordante.
Luego, vinieron otros tiempos. Y otras insignias en la televisión nacional. Nuevos estilos se instalaron en ella para marcar la signatura novedosa que tal vez buscaba marcar distancia con los atributos de la generación precedente. De esa época inmediatamente posterior a la citada, al hoy que conocemos en el ejercicio televisivo, se han propagado especies de todo tipo, y no es el motivo de estas líneas evaluarlas en su calidad y proyección. Lo que sí podemos decir es que, cuando se haga el balance de los ejercicios en la palabra hablada, en la específica de la locución y lo que devino en llamarse maestría de ceremonias, pocos -y pocas- harán el tránsito de la trascendencia. Los tiempos actuales parecen destinados al uso incorrecto del lenguaje, a la práctica del decir lacerado, del decir velludo, del decir apedreado, y no del ejercicio del buen decir que fue norma en tiempos pasados.
Pero, entre una y otra, entre aquella generación formidable y la de hoy, existe un interregno donde la palabra alcanzó un nivel de altura de crucero, por donde se hizo la travesía del decir correcto, elevado, sustancial, didáctico incluso, con el que se colocaba el ejercicio de la locución en sitial de oro, permitiendo al usuario beneficiarse de aquella "palabra bonita" -como suelen definirla los que de esto poco saben- para mejorar su habla, misma con la que tenemos que bregar a diario en el estrépito de la cotidianidad, en el ensamblaje de las ideas o en el uso del lenguaje de idas y venidas de la trama coloquial.
Ese periodo del buen decir, ejercido entre los setenta y noventa principalmente, tiene un nombre: Yaqui Núñez del Risco. Antes que él, hubo un paréntesis luminoso en la voz y el estilo de un pariente: René del Risco Bermúdez, quien hizo de la palabra una ronda de sábado en inolvidable tiempo de posguerra cuando el viento frío acercó "su hocico suave a las paredes". Fue un ejercicio que se mantiene incólume, pero que se evaporó prontamente. La antorcha -que fue puño en el decir literario- la recogió el primo y la llevó a alturas robustas.
Fue la suya mezcla de decires, si valiese el término para lo que deseo exponer. Hizo franja -léase territorio- en la publicidad, en la locución, en la enseñanza de la palabra hablada y con el lápiz azul en el tintero de la escritura periodística, breve tal vez pero con la palabra puesta en el punto exacto de su efervescente catadura. Si en la mercadotecnia que se dicta en las universidades, como bien ha explicado Dorín Cabrera, se hiciese la historia fiel de la comunicación publicitaria, en sus distintas formas y atributos, habría de ser materia obligada examinar la creatividad de Yaqui Núñez en el ejercicio publicitario. Un reto de conocimiento de la idiosincrasia criolla y del accionar pleno y sostenido del lenguaje de la comunicación efectiva, que todavía hoy, a años de distancia, la memoria hace acopio de esos "palos" publicitarios grabados en el imaginario nacional.
La presentación televisiva fue su sello mayor. Ahí dejó una impronta que no ha sido superada. La dejó en ejercicio y máximas que se hicieron célebres. Había que escucharle. Tuvo siempre la palabra precisa a flor de labios. Y uno tuvo la impresión de que disfrutaba aquel ejercicio de atleta de la palabra. Y lo era. Se ejercitaba en el pensamiento y en el conocimiento. Esto se traduce en un solo haber: lecturas. Todas. Las del libro, las de la prensa, las de la cotidianidad, las de la vida. Sin deslindes. Todas igualmente válidas para su tránsito profesional. Lo veía uno gozarse, ufano, sanamente orgulloso, cuando finalizaba la presentación de un hecho, de una circunstancia, de una noticia, y la matizaba con una frase surgida de su cultura y transmitida con sabrosura. Era un artista. Y aquel era, por tanto, un ejercicio artístico. Quiero decir, no era ni tenía que ser un intelectual. Ese no era el oficio que ejercía. Era un artista en pleno dominio de sus condiciones intelectuales, que era otra cosa. De su saber cultural. De sus lecturas, trasladadas al don del habla prodigiosa. Lo dijo más de una vez: improvisaba las palabras, pero no el pensamiento. Se ejercitaba en el pensar, en la construcción del discurso, en reunir las ideas. Y luego le resultaba cómodo, es un decir, ensamblar las palabras. El resto es historia.
Cuando la televisión comenzó a dar tumbos, digámoslo de esa forma, y la vida enredó la época, Yaqui Núñez hizo otra tarea silente, donde también hizo franja. Adiestraba a hablar en público a mucha gente: políticos, empresarios, aspirantes a profesar la palabra hablada. Como labor privada, es difícil establecer a cuántos, y cuáles, enseñó a mejorar y dominar este talento. Otros, tal vez, desde el aula o desde la sala privada, podían hacerlo. Pero, pocos como él que sabía transmitir la técnica desde una práctica consumada en el desafío perfecto y ejemplar.
Cuatro facetas que nombro en un solo ejecutante. Ejercicios que elevaron el arte del buendecir. La singular glorificación de la palabra que Yaqui Núñez del Risco alcanzó en aquella época dorada de la televisión nacional. La vida luego le jugó una trastada infeliz. Y la palabra fue cortada, sabe Dios para cuáles objetivos por encima de nuestros limitados conocimientos vitales. Pero, el sello quedó plasmado. Y Yaqui Núñez del Risco, admirado hasta la veneración por el ejemplo de su palabra vibrante ante las cámaras, el último de una especie en extinción, ha pasado a la historia de la comunicación dominicana con ribetes de soberano. Uno mi voz y mi letra a la proclama reciente de distinguidos comunicadores a favor del necesario y obligado homenaje que merece este maestro sin par, verdadero juglar de la palabra. El máximo honor de Acroarte para Yaqui Núñez del Risco.